Me gustan mucho las dos películas anteriores de la Coppola: Vírgenes suicidas y Lost in translation. La señora que las ha hecho, en cambio, no me gusta nada. Es una niña de papá con amigos modernetes, rodeada del encanto del glamour, no el de Paris Hilton sino el otro, el de verdad, el pasado por el filtro cultureta gafapasta que va a discotecas molonas y ve el amanecer tras una noche de copas. Pues vale. A mí me gustan las canciones que a ella le gustan, me gusta Mary Jane y me gusta Scarlett (aunque cada vez menos) y a mi novia le hace gracia Adam Ant. También puede conmoverme el rollo de esta chica, pero cada vez más me recuerda a la protagonista del Common people de Pulp. Su tendencia elitista le lleva a presentar en sus películas ambientes ajenos al resto del mundo: sea en la habitación de una casa americana ultraconservadora, en un hotel en Japón o en Versalles, sus personajes siempre se protegen de un exterior que no comprenden: es la visión, en el fondo, del turista americano paleto, aunque disfrazado de poema de José María Álvarez en el que los bárbaros llamaban a la puerta mientras él leía a no sé quién, quizás a Ezra Pound y oía a Mozart o a Bach y bebía un güsqui muy muy caro, tratando de proteger la belleza de los energúmenos. Hasta ahora este argumento había funcionado conmigo. Tiene un algo de romántico que, cuando su expresión formal funciona, resulta fascinante. La amistad, el salir de copas con amigos y que el mundo se reduzca a tu amor por ellos y tu hostilidad ante el mundo, son cosas que he vivido y que ella ha mostrado como nadie. También la quietud del amanecer tras una de esas noches intensas en las que se te quiebra algo por dentro mientras cansado, apoyas tu cabeza en el hombro de alguien amado. Pero el problema es que en Maria Antonieta las razones para el aislamiento y el horror que espera fuera son completamente distintos a aquellos de sus otras películas: esta vez Maria Antonieta permanece en Versalles acogida por la banalidad, la moda, el juego, el champán y los cotilleos, y permanece fuera no ya una familia horrible como en Las Vírgenes suicidas, o la incomprensión de un mundo rápido y que exige respuestas, como en Lost in translation. Le espera la barbarie creada por un modo de entender la realidad del que ella forma parte y que desdeña con un gesto porque ella no es como la chusma dice que es. Finalmente, la masa enardecida no tiene rostro siquiera, es una marea de carne, sudor y suciedad en la que nuestra protagonista es incapaz de reconocer a alguien que ama y sufre como ella.
Pero el problema no es esto. Estaría muy bien si hubiese visto el menor atisbo de que la mirada de Coppola constituyese una denuncia. Generalmente me repugna el cine con moraleja, o sea que no sería eso lo que iba buscando; pero desde luego, mejor eso que pretender que simpaticemos con un personaje grotesco sólo porque lo que la rodeaba la había hecho así y también porque leía a Rosseau. Y pobrecita que su marido no se dejaba follar y ella tenía problemas con mamá Austria por ello.
Si esta película no fuese tan perversa sería costumbrista, aunque de un costumbrismo muy modernete. Eso sí, mola un montón verla, te lo pasas bien y tus sentidos se deleitan. Pero claro, es que yo no sabía que me había metido en el cine a ver un larguísimo videoclip con pretensiones aristocráticas.
Pequeña carta a Coppola: No te confundas, querida: la aristocracia intelectual o artística no nace del aislamiento frente a la barbarie y el dolor. Que tú ya hayas nacido artista porque papa era un gran director (durante poco tiempo) y fuiste a las mejores academias, a los mejores conciertos y a las mejores galerías de arte y con el tiempo desarrollaste una mirada tierna y hermosa que no miraba sino a los posters de tu cuarto no quiere decir que queramos ver más de dos veces lo bien que estás en tu torre de marfil.
Pequeña carta a los murcianos que van al cine: Por cierto, en Murcia cada vez es más repugnante ir al cine. La sala era una tertulia donde todos comentaban los excesos de la corte, los trajes llamativos y lo bonica que está la Mary Jane. Por favor, señores, si no pueden tener el mínimo respeto hacia los demás para callarse en una sala de cine, usen el emule, quedense en el salón de su casa comentando con la parienta y a mí dejenme en paz, que yo no puedo comprarme una sala de proyección para mi casa como la Coppola. Y si no les gusta la película larguense a quejarse a la calle.